La primera vez que fui a una entrevista de trabajo, me preguntaron si tenía novio. Los horarios son muy exigentes, me dijo la veterinaria enseguida, al ver la cara de sorpresa que ponía. Evidentemente no contesté a aquella pregunta y conseguí aquel trabajo de todas maneras. Solo estuve seis meses. Y no porque me diera cuenta que aquello era injusto o abusivo. No porque me iba a la cama con un busca antiguo y “dormía” pendiente de esa pantallita alargada. No porque me pagaran poco. No porque cuando a última hora (21h) la caja no cuadraba, me hacían esperar, hasta que se daban cuenta que la pobre secretaria se había confundido, en un día de mucho trabajo en recepción. Y yo tenía que coger un taxi de mi bolsillo, para volver a casa, ya que se pasaba de las 24h (y no tenía metro). 

Aquello, estaba del todo normalizado. Eso era lo terrible. Y no veía que aquello me consumía.

Entonces, me llamaron de la universidad para empezar el doctorado. Pero como no había aprendido de la experiencia pasada, me pasó algo parecido. Dedicaba horas a mis experimentos, sola, con unas máquinas y artilugios de lo más exigentes y técnicos y que exigían toda mi destreza y concentración. Me costaba horrores compaginar mi vida personal con mis horas interminables en los laboratorios de la facultad. ¿Qué me estaba pasando? El no llegar a todo, me producía serios disgustos. Si bien es verdad, que con el dinero de la beca del doctorado, me había podido comprar mi primer coche, este me servía, más bien, para echar unas lloreras tremendas cuando, por ponerte un ejemplo, debido a un experimento imprevisto y interminable, no había podido llegar a la prueba del vestido de boda de mi hermana, cuando le había dicho que sí que podría ir. Cosas así me pasaban con demasiada frecuencia. 

Después de cinco años de doctorado, me fui a Holanda, donde disfruté de una estancia de un año en el hospital universitario de Utrecht. Allí estuve de maravilla, los horarios se respetaban puntualmente y las urgencias empezaban a media tarde, así que cuando regresaba a casa, en bicicleta, tenía tiempo de sobras para todo, incluso para estudiar neerlandés. Después de ese maravilloso año, regresé y encontré enseguida trabajo en urgencias, solo por las noches, en un par de hospitales veterinarios. En uno de ellos, entraba el sábado por la noche y no salía hasta el lunes por la mañana y estaba sola con mis pacientes. Cuando salía de allí, parecía una alma en pena que regresa a la civilización, después de haber hecho un retiro en el desierto. 

Y no fue hasta que tuve que parar, PARAR de verdad (fue para mí, un derrape en toda regla), con la llegada de mi primera hija, que me di cuenta de lo que había estado pasando. De lo poco que me había estado respetando, de lo mal que había marcado mis límites. A veces pienso en los hombres que no pueden parar como nosotras, aunque poco a poco las leyes van cambiando. 

Pedí excedencia de un año. Pero eso se terminó muy pronto y luego nos mudamos a Holanda porque fui allí donde mi marido encontró trabajo. Yo no quería volver a trabajar, no por el momento. Clarísimo lo tenía. Tanto como para dejarlo todo y todos y irme al extranjero.

Y ese “parón” duró años, porque todo eso que me había pasado tenía que reflexionarlo, sacar un aprendizaje, mejorar en algo. El equilibrio, siempre difícil, entre vivir para trabajar o trabajar para vivir. Esa pausa (intensita y feliz, era mamá) me permitió hacer un trabajo de autoconocimiento del bueno, tipo Fénix (para que te hagas una idea) y encontrar lo que había venido a aportar en esta vida. Lo que los japoneses llaman Ikigai. Y cuando mi segundo hijo iba a cumplir 5 años, me hice autónoma (freelance). Y todo cambió. 

Me hice la dueña de mi propio destino, la jefa de mi vida. Por fin podía trabajar mis sueños, hacerlos realidad. Sentirme plena, respetada, a mi ritmo. Se pasa mucho miedo, actúas a pesar de él y no es nada cómodo salir de tu zona de confort, pero la recompensa de crecimiento personal y felicidad son tremendas. 

Si no hubiera sido madre, no hubiera sido capaz de parar, de saltar de esta rueda de hámster imparable en esta sociedad consumista y no habría  podido hacer este aprendizaje. A veces la vida nos hace parar a la fuerza, normalmente por alguna enfermedad. Te invito a tener el coraje de parar y pensar en lo que TÚ realmente quieres, en lo que quieres ofrecer al mundo. Ser capaz de luchar por tus sueños. 

Este parón, que lo cambió todo, se lo debo a mis hijos, fuente constante de nuevos retos y lecciones de vida. 

Aquí puedes ver mis sueños hechos proyectos:

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