Mi cabeza siempre ha estado llena de ideas. Van surgiendo, de forma muchas veces inesperada, así de repente, y muchas veces se me olvidan, por no tener una hoja de papel a punto. Pero las que consigo apuntarme, llenan libretas enteras. La cosa es que, todo el tiempo que me he dedicado, por decisión propia, a la crianza y disfrute de mis dos hijos, lo he aprovechado también para apuntar ideas. Me recuerda un poco cuando en la carrera tenia el mes de exámenes y sin tener un segundo libre para nada más que estudiar, se me ocurrían un sinfín de ideas. Esos eran mis momentos más creativos. Llenaba folios enteros, con todo tipo de ideas. Cuando terminaba los exámenes, dedicaba algo de tiempo a implementar algunas de ellas. 

Durante estos años de crianza, he llenado un libro entero de ideas y proyectos. Todos ellos estimulantes y retadores. Y todos ellos, buscaban una cosa. Como Indiana Jones buscaba su Santo Grial, yo buscaba, en el fondo, y sin ser muy consciente de ello al principio, mi ikigai. Es decir, mi razón de ser en este mundo, mi aportación, mi granito de arena a la humanidad. Algo que los japoneses parece que tienen normalizado en su cultura y que aquí aun nos parece ciencia ficción.

La cosa es que, no me importaba apuntar en ese libro de hojas blancas, ideas de lo más descabelladas, proyectos muy ambiciosos o ideas locas. Lo apuntaba todo y a todo le daba su importancia. Empecé a numerar la cantidad de posibles “ikigais” que tenía apuntados y que toda ilusa de mi, quería hacerlos todos. Casi que me agendé unas horas cada día para cada proyecto, para tener el tiempo para todo. 

Pero, ¿Qué narices estaba haciendo?

Una de mis mejores amigas de Holanda, un día que, toda contenta, le estaba comentando todas las ideas que estaba planeando llevar a cabo, me dijo seriamente:

– Elena, ¿sabes que tienes ahora? Hizo una pausa…

– Un cono de esos de los helados con un montón de bolas encima.

Me quedé tiesa. ¿Me estaba queriendo decir lo que estaba intuyendo, pero no quería reconocer?

– ¿Quién se va a comer ese helado tan grande? ¿Cómo vas a definir su sabor? añadió.

En esos momentos, yo creo que se me cayó el cono y todas las bolas de mi inestable helado, al suelo. Me quedé muy pensativa y le pregunté, sintiendo que las palabras pesaban toneladas en mi lengua (y esta vez no era porque las decía en neerlandés):

– ¿Qué tendría que tener mi helado para ser comestible? ¿Una bola solamente? Y está última palabra, me chirrió al decirla. Esta pregunta fue aterradoramente dolorosa pronunciarla, en conocer, de antemano, cual iba a ser la respuesta.

Pero aquella conversación con mi sincera amiga de Holanda me abrió, por fin, los ojos. 

Cogí mi libro de notas y empecé, con muchísimo esfuerzo, a tachar algunos de mis fantásticos proyectos. 

Empecé a poner foco en mis ideas de futuro y a preguntarme una y otra vez, cómo me había sugerido mi amiga, el punto de unión de todas esas ideas, una conexión.

Me llevó años este proceso de “tachar” mi libro, porque se estaba traduciendo, en un duro trabajo de autoconocimiento, del todo inesperado.

Hasta que, de repente, una tarde que estaba dando el pecho a mi hijo, me vino LA IDEA.

Fue brutal, como si la habitación en penumbra donde estaba estirada en la cama con mi hijo, se viera alumbrada de golpe. Me sentí literalmente iluminada. 

Me estremecí y no di un salto de alegría, por no despertar a mi hijo, que dormía enganchado al pecho. Cuando bajé por las escaleras, en dirección a la sala de estar, anuncié, YA LO TENGO! (No dije Eureka, pero hubiera sido igual de acertado). Me dirigí, como una poseída, hacia mi libro (no se me fuera a olvidar aquello) y se me pusieron los pelos de punta en comprobar, que solo me quedaba una hoja en blanco. Esa hoja en la que ahora estaba apuntando mi ikigai. No me lo podía creer. Llené hasta la portada por dentro, no quería que se perdiera ningún detalle. 

Esa noche, envié un audio a mi amiga, radiante de felicidad, por mi increíble hallazgo. Después de tantos años, donde parecía que no tenía rumbo profesional (el maternal siempre lo he tenido muy claro), había encontrado mi norte, mi ikigai. 

Lo que no me suponía yo, es que el temilla este del ikigai, traducido si queréis como “marca personal”, todavía tenía algunas lecciones que enseñarme. Pero eso, va a tener que esperar a otro post. 

Y tu, ¿te has planteado, alguna vez, cual podría ser tu ikigai? 

P.D. Si no puedes esperar, puedes entrar aquí y cotillear a tus anchas. https://sites.google.com/view/ealbertivet/inicio

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